Cosas que pienso y a pesar de ello digo

No es mi mejor virtud el filtrar mis opiniones

Mi pijama elegante

Tengo un pijama tan elegante que es incómodo para dormir. Suena raro, pero es verdad. Es un pijama que me quito para dormir. Un pijama que sirve más de traje de antes de salir de casa o de antes de irme a mi cuarto, que de prenda para pasar las horas dormido. Es un pijama público, es decir, que me lo pongo cuando hay gente, cuando estoy con personas que me van a ver en pijama. No es ese pantalón viejo y esa camiseta mayor de edad que te sientan tan mal, pero que te hacen dormir tan bien. No, nada de eso. Mi pijama elegante es como los tacones de 12 cm, que no son cómodos, pero quedan muy bien y que, en el fondo, estamos buscando el momento de dejar de lado y volver a nuestra desastrosa felicidad.

En mi cuarto tengo una ventana cerrada. Bueno, más que una ventana cerrada tengo una persiana bajada. Abrir sí que abro para ventilar. Y no entra la luz, ni el ruido (bueno, más de lo que me gustaría por las obras), no veo el mundo que me rodea. Pero es que lo que me rodea por esa ventana es el patio de mi casa, que ya te digo yo que es muy particular. Una ventana que he convertido en tabique, para que no me vean, no me oigan, no me juzguen, aunque sé que lo van a hacer. Una ventana sin vistas y un pijama para no dormir.

Mi bidé es un bebedero para mi perro Kike. Y yo creo que lo he dignificado, que le he dado un trabajo más importante del que solía tener. La verdad es que a él no le he preguntado porque no sé si me gustaría la respuesta. Pero tengo un bidé siempre lleno de agua y nunca de jabón. El bidé es algo que desaparecerá en años y más si se imponen los retretes de chorritos, pero eso es otro tema. Un bidé para beber, una ventana sin vistas y un pijama para no dormir.

Hay armarios vacíos en mi casa. Armarios sin ropa, armarios desocupados, armarios que sienten que no son útiles, que no valen, que su vida no tiene sentido. Son armarios de usar y tirar, de romances de verano, de aventuras de una noche. Armarios amantes con los que nadie se quiere casar. Y ahí están quejándose, buscando una relación estable en el tiempo, pero ni se la doy ni se la quiero dar. Quizá el problema es que me sobra casa, o me falta compañía, o las dos, o ninguna, o no sé. Armarios llenos de silencio, un bidé para beber, una ventana sin vistas y un pijama para no dormir.

Halloween (o como se escriba)

Venía yo a quejarme de esta fiesta que, sin duda, no es española. Que la hemos importado de Estados Unidos, que no tiene nada que ver con nuestras tradiciones, que damos más importancia a lo que viene de fuera sobre lo nuestro… Y me he dado cuenta de que iba a contarte todo esto mientras tengo una Coca Cola (Zero) abierta a mi lado. Qué hipócrita iba a ser ¿no crees?

Es verdad que me da algo de pena que estamos perdiendo algunas de nuestras tradiciones. De verdad que me hace mucha gracia leyendas como el tronco de navidad de los catalanes (no recuerdo el nombre ahora) o el Olentxero de los vascos (¿se escribe así?). Ojo digo gracia porque me llaman la atención, porque me despiertan cariño, porque me parece bonito. Me hace mucha gracia la imagen de mis sobrinos dando golpes al tronco en Igualada para que cague (perdón, pero es que es así) sus regalos.

Pero parece que ahora tiene que ser santa Claus, todo Papá Noel. Por eso con Halloween me pasa un poco lo mismo, creo que le tengo manía porque la máquina americana nos la ha metido hasta en la sopa. Y reconozco que poco a poco la voy perdonando porque a mi sobrino Emilio le encanta, es su fiesta preferida. A mi sobrino lo que más le gusta son los malos, quién quiere tener un He Man, pudiendo tener un Skeletor… Seguro que alguno os sentís identificados, pero es que Emilio tiene cinco años.

Además con Halloween tengo dos problemas. Por un lado que no me gusta disfrazarme. Siempre lo he odiado. Las pocas veces que me ha tocado hacerlo he buscado la opción menos ridícula y que llamara menos la atención. Por otro lado que las cosas de miedo me dan miedo. Qué cosas eh. Pero es que me dan mucho miedo. Pero mucho. No puedo ver películas de miedo o luego por la noche me vienen unas pesadillas de aúpa. Vamos que, por ejemplo, la película «Cazafantasmas» tengo que verla por la tarde, cuando es de día, que si la veo por la noche antes de acostarme la cosa se va a complicar, seguro. Si conozco alguna chica interesante, pero ama las pelis de miedo, veo que esa relación no tiene futuro.

En fin, que feliz Halloween para todos, aunque yo esta noche estaré tranquilo en casa viendo una peli de Pixar.

¿Porqué somos tan cabrones?

Lo somos eh. Todos. Y ojo que no me refiero a que seamos cabrones con los demás, que de esos hay gente que sí que lo son, y mucho, y hay otros que son una buenísimas personas. A lo que me refiero es a porqué somos tan cabrones con nosotros mismos. De verdad es algo que me pone muy nervioso. Lo fácil, lo que se me da bien es ver la paja en ojo ajeno. Conozco mucha gente que es increíble, que tiene un talentazo, que me encantaría que pudieran verse con mis ojos para ver realmente el valor que tienen. Pero nada oye, que no hay manera.

Y yo lo digo, lo digo porque lo pienso claro, pero lo digo. Y lo digo las veces que haga falta y de todas las formas que se me ocurran. Lo digo con palabras, con miradas, con hechos. Lo digo en dos segundos y en veinte años. Yo no me callo. Pero no me creen, no les llega, no les llena. Y me frustra hasta el infinito y más allá.

¿Porqué somos tan cabrones con nosotros mismos? No lo sé, de verdad que no lo sé. Siempre pensando que lo que acabas de hacer no es suficientemente bueno, que otro lo habría hecho mejor, que tampoco vales tanto la pena, que tienes suerte (que no es merecido) por tus amigos, por tu trabajo, por tu pareja. En serio ya vale, ya está bien, paremos ya por favor que nos va a explotar la cabeza.

No somos nada justos, ni amables, ni objetivos con nosotros. No lo somos. Y puede que que lo mismo que estoy pensando yo de muchos (aunque todo empieza con alguien con quien hablé ayer) lo piensen ellos de mí. ¿Cómo los solucionamos? Pues no lo sé, quizá el primer paso es pensar que esto puede pasar, es decir, pensar que si conocemos a alguien que se infravalora sin sentido, igual nosotros también lo estamos haciendo. Igual si fuéramos capaces de juzgar lo nuestro como si fuera de otra persona nos sorprendería el resultado. Puede ser.

Mientras tanto, mientras ponemos en orden nuestra cabeza (que tiene su trabajito), os pido, por favor, que si te gusta algo de alguien díselo. Ayuda.

Mi sagrada camisa rosa

Hace un tiempo descubrí algo maravilloso que me tiene fascinado. Cuando tienes una camisa con el cuello feo y desgastado no hace falta tirar la camisa, puedes llevarla a una costurera (porque un costurero es una caja donde se guardan agujas e hilos, pero aquí no ha dicho nada la chuli ministra) para que le dé la vuelta al cuello y vuelve a estar como nueva. He recuperado cinco camisas por unos 30 euros… Estoy feliz.

Pero una de estas camisas es especial, es diferente por muchas cosas. Es mi sagrada camisa rosa. Para empezar porque esta camisa es la primera que me compré yo, con mi dinero, sin mi madre o hermanas validando mi gusto y decisión. Yo solito. Y claro es algo de lo que uno se acuerda, más teniendo en cuenta que la camisa es ya mayor de edad… Me la compré hace unos 20 años.

Pero esta camisa no es solo especial por eso. Hay veces que la cosa más tonta da pie a conversaciones, a apoyo, a compartir con personas, a crear un nexo especial, tan especial, que nadie más lo entiende. Solo Verónica, solo ella sabe del poder de la sagrada camisa rosa, solo ella sigue la broma, se ríe con esa tontería, comparte conmigo esa locura. Una camisa que ha valido para reforzar una amistad.

Porque la camisa pensé que me daba suerte, porque le he llevado en días que me han ido bien las cosas, porque cuando Verónica tenía un día importante yo me ponía esa camisa y me hacía una foto con ella. Era una forma algo tonta de decir que la apoyaba, que estaba ahí, que me importaba. Y la camisa siguió dando suerte, la camisa es sagrada. Alabada sea la Sagrada Camisa Rosa.

Igual no tienes una camisa rosa, pero deberías. Igual no tienes una broma tonta con nadie, pero deberías. Igual nunca te has reído de ti mismo y de tus tonterías, pero, sin duda, deberías.

Prendas de entretiempo

Hay conceptos que no entiendo. Primero, y sé que es un tópico, el tema de los colores. Debo empezar diciendo que para ser hombre reconozco más de dieciséis colores, todo un logro, pero aun así hay veces que mis hermanas me superan. Yo creo que hay un complot entre las mujeres para hacernos quedar mal, para reírse de nosotros, para tomarnos por tontos. Es como aquello de ir a cazar gamusinos, o la hamburguesa con cancamusa, o la junta de la trócola. Porque llega alguna y suelta, así relajada, sin darse importancia, que ha visto unos zapatos de color rojo mediterráneo esmerilado tirando un poco a amanecer, preciosos. Y se entienden, y saben de qué color hablan, y son felices. Nosotros no, nunca, jamás, no puede ser.

Vale, asumo que los colores es una de nuestras derrotas. Pero no es la única ni mucho menos. Lo que me agobia, me preocupa, me frustra, me incomoda y me desespera es el tema de las prendas de entretiempo. ¿Qué es una prenda de entretiempo? Tirando de definición lógica (no sé si ha sido mucha idea) veo que son prendas para la época de otoño o primavera, para los momentos en los que no hace ni frío ni calor (cero grados). Vale. Mi primer problema es con los trajes. No soy mucho de llevar traje, pero a veces nos toca. Y te dicen que como la boda es en diciembre que te compres un traje de invierno, abrigadito… Y te ves en un salón de banquetes a 24 grados, con un traje de lana, con un chuletón de vaca delante y pasando más calor que un pollo en el horno. No es que sudes, es que lloras por la frente, es la ilusión que te embarga y la camisa que se encharca. Precioso.

Pero hay prendas de entretiempo. Una chaqueta, una gabardina, un cardigan… Las prendas de entretiempo son las que tardas poco tiempo que en quitártelas, bien porque hace frío y necesitas algo más gordo, bien porque hace calor y te molesta.

Si los colores es un claro complot de las mujeres para reírse de nosotros, estas prendas son una excusa de las marcas de ropa para sacarnos el dinero y llenar nuestros armarios de preciosas piezas de ropa que te las vas a probar el día que te las compras, y aquellos días en los que compruebas si te siguen sirviendo. Son prendas de interior, más que nada porque no llegan a salir de casa.

Y estamos en otoño, y fijo que ves muchas prendas de entretiempo en los escaparates y, es probable, que alguna acabe en tu armario hasta que se pase tanto de moda que te la alquilen para la versión sXXI de «Cuéntame».

Envidia pueril

A veces me da envidia ver a los niños jugar. Me da envidia ver cómo hacen lo que quieren, cómo un coche puede volar, cómo los perros hablan, cómo los vaqueros toman el te con los indios, cómo el tobogán puede ser de bajada, pero también de subida. Porque, no sé en qué momento, aceptamos unas normas, unas restricciones, un modo correcto de hacer las cosas, de comportarse. Y es una mierda. De verdad que es una mierda.

Hay muchas cosas que me apetece hacer, pero no me atrevo, porque me dijeron tantas veces que eso no estaba bien que me lo he grabado a fuego en la cabeza. Pero me siguen apeteciendo. Me apetece comer con las manos, quiero quitarme los zapatos en la calle, me gustaría acercarme a ti y preguntarte si quieres ser mi amiga. Pero no lo hago, es una pena, pero no lo hago.

Por eso me da envidia ver a los niños jugar como niños, como lo que tienen que hacer los niños. Pero, cuando el que hace alguna de esas cosas en vez de un niño es alguien que hemos dado en llamar adulto, entonces ya mi envidia se dispara. ¿Porqué ella puede y yo no?

Ayer había llovido y una mujer bajó al parque con su perro y había charcos, y ella llevaba botas de agua, y empezó a meterse en los charcos y chapotear, y se divertía, y lo disfrutaba, y yo moría de envidia. ¿Y si os mancho? Dijo riendo. Y sentí el impulso de ponerme a jugar con ella, de meterme en ese charco a pesar de mis zapatos y llenarnos de barro y de vida. Y no, no lo hice. Me vine a casa y me quedé pensando en ese charco que puede que siga ahí hoy. Pero no voy a meterme en él, el momento ya ha pasado, ya se fue.

Por si acaso

No sé tú, pero yo muchas veces he criticado a las personas que hacen maletas enormes, o dos maletas, o tres, o maleta enorme y otra en la cabina… Ya me entiendes. Y casi siempre la explicación que me han dado es que llevan de todo por si acaso. Un paraguas por si llueve, un bañador por si hace bueno, un secador por si salimos a cenar a algún sitio elegante, el ordenador por si queremos ver una peli, una rebequita por si refresca (frase de madre), algo de picar por si nos da hambre en el viaje (frase de abuela, ¿Te has quedado con hambre? ¿Te frío un huevo?), un libro por si me aburro cuando haya que esperar, dos canicas, un boli, chaleco, la Espasa Calpe… Por cierto, hace un tiempo alguien me dijo que siempre había que llevar un mosquetón. Sigo sin entender el motivo. ¿Alguna idea?

Y claro, entre por si acasos el volumen del equipaje se dispara. Es normal. Y aquí hay dos tipos de personas, los que decidimos coger una maleta más grande para poder meter en ella, en una, solo una, maleta todo lo que llevamos, o los desastres que se dedican a llenar bolsos, maletitas, carteras, mochilas y al final van con las manos llenas como si vinieran de hacer la compra del mes para una familia de siete hijos, suegra, perro, gato y periquitos. Que yo siempre he pensado que el número de personas en un coche tenía que ser igual al número de maletas en el mismo. Pero no, parece que no. Cargar un maletero es jugar al Tetris, pero en nivel avanzado. Cualquier hueco puede ser aprovechado, porque hay equipaje de cualquier tamaño, desde la bolsa de las chanclas al baúl de la Piquer.

Pues yo, que siempre he criticado los equipajes descompensados, que siempre he querido llevarme lo justo y necesario de viaje, que he intentado tener todo organizado, yo, con mi armario estaba haciendo justo lo contrario.

Hace poco me armé de valor, de paciencia, de buena música (he dicho buena, reguetón caca) y mejores intenciones y abrí mi armario. Nos miramos cara a cara. Él intentó amedrentarme, porque es más grande, porque ya me ha ganado otras veces, porque sabe de mi pereza. Pero no, esta vez no, esta vez aposté a ganador y me puse manos a la obra. Y empecé a sacar los por si acaso y, en mi caso (válgase la redundancia) es ropa de tiempos y pesos pasados. Que sí, que se pueden seguir usando, pero yo no, que había pantalones y camisas que necesito comerme a mí mismo para poder llenarlos ahora. Que abría el armario y más que pensar en qué quería ponerme, era ver qué podía ponerme, qué me quedaba bien ahora. Saqué todos los pantalones, camisas (la rosa es especial) y las dejé encima de la cama. Y entonces me puse a ordenar todo por colores, como si Marie Kondo me hubiera poseído. Y terminé, y miré, y me gustó lo que vi.

Pero la vida siempre tiene dos caras. El presente se basa en lo que dejas a la espalda y puede que no te guste. Así que después de tener mi sonrisa en la cara por el trabajo bien hecho me di la vuelta. Porque sí, porque nos gusta buscar tres pies al gato, porque somos melones, muy melones. Y vi lo que no quería ver, la ropa encima de la cama que ya no tenía sitio en mi armario, en mi vida. Y la doblé con cuidado, porque ella no tenía la culpa de no servirme ya, de que yo haya adelgazado y entonces, cuando ya la tenía toda organizada, la metí con cuidado en una caja y la guardé. Por si acaso.

¿Nos rendimos?

Con las manos manchadas de barro seco, de sangre marchita, de lágrimas de mañana y desaliento de ayer. Con la cara lavada de risas, ausente de vida, con ojeras perennes y el brillo opaco del que sabe demasiado. Te mueves despacio, un segundo por detrás de la vida de otros, llegando apenas tarde para ver los éxitos ajenos. Un día, otro día, otro día.

Vives de prestado forzando la excusa como discurso, el diálogo vacío de tu profesor besugo al que has encumbrado a catedrático. Piensas en no pensar, pensando con tanta intensidad en quedarte en lo superfluo, que te sumerges en ideas preconcebidas compradas al peso en el todo a un euro de los quioscos o redes sociales.

Parpadeas con los pequeños síntomas de luz que tratan de colarse en tu vida. Con pocas ganas, con poca fuerza. Gafas de sol para el alma. No hay calor sin luz, no puedes ver sin luz, no puedes crecer sin luz. Pero no quieres. Te ves pequeños, abandonado, inane, ausente.

Ya está, hasta aquí hemos llegado. Tu lengua marcada de cicatrices por las palabras que siempre te has tragado. Tus pies anclados en ningún lugar inmóviles al paso de todo. Tú, o lo que queda de ti.

El día D

No sé tú, pero yo hay días que tengo marcados en el calendario. Días que los marcas antes, y días que los marcas después. Me explico. Hay días que los vas viendo llegar, que sabes que son importantes y vas viendo cómo se va acercando hasta que llegan, porque siempre llegan. Los días de volver a alguien, días de un examen, de una reunión importante, de una cita con el médico, el día de tu boda, de cumplir los 18… Días planificados, registrados, días que están en nuestra cabeza aunque queramos que se nos olviden para que lleguen antes.

Los otros, los días que marcas después, son los días en los que te ha pasado algo importante, inesperado, que ha dado un pequeño, o gran, cambio a tu vida. Suelen ser mejores, al menos a mí me gustan más. Porque lo mejor es que te den una sorpresa cuando no esperas nada. El regalo que más llega es el que se hace porque pensé que te gustaría. La llamada mejor es aquella de me he acordado de ti y quería saber cómo estabas.

Son días y días. O Días y Días. Depende de cómo te guste pensar las cosas, pero yo, soy fan de las cosas pequeñas. De los millones de granos de arena que hacen una playa. De todos los segundos que forman mi vida. De los que son trascendentes y por los que pasamos de puntillas.

Todos los días están en el calendario, pero no marcamos todos los días.

El nuevo zapping

Todos lo hemos hecho. Todos hemos estado pasando canales de la tele un buen rato sin ver nada realmente. Todos hemos empezado a ver una serie, o programa, o película en una cadena y hemos cambiado en los anuncios y nos hemos quedado viendo otra cosa. Porque nos daba igual, porque lo que queríamos era distraer un rato la cabeza. Y a todos nos ha pasado que el hecho de cambiar todo el rato de canal te parece bien o una tortura insufrible en función de si tienes el mando de la tele o no.

Yo, por ejemplo, me desespero si veo un partido de fútbol con mi padre, porque cuando ve que las cosas no pintan bien, cambia de canal. La de remontadas que se perdió el año pasado con el Madrid en Champions.

Pero es que esto ha cambiado, ahora es más difícil, más desesperante. Porque ahora en vez de canales, tienes plataformas. Con pelis, series, documentales, programas… Mucho de todo. Y empiezas a pasar títulos, a pensar lo que quieres ver, a ver las secciones… Y nada, no te decides por nada. Pero ojo, que ahí no acaba la cosa, porque cuando piensas que ya has terminado en Netflix te queda Amazon, Disney, HBO… Demasiadas opciones, demasiadas cosas que ver. Demasiado.

Estoy seguro que a veces pasamos casi tanto tiempo eligiendo que realmente viendo algo, si es que llegamos a verlo, porque yo hay ocasiones en las que me desespero y apago la tele. Cosa que no sé si está tan mal eh.